La miré con una ternura casi canina. Apachurré mis labios y esperé una respuesta que se asomaba poderosa e inclemente. Ella, con toda su hermosura y su elegancia y su desnudez me miró a los ojos, me besó en la frente con una frialdad que requemó mi piel, se dio la media vuelta dejando a mi vista sus nalgas testarudas, tomó unos pantalones omitiendo el calzón que debería ir entre ellos y su sexo, se vistió, cubrió su hermoso torso con una playera tan vieja que su tela era translúcida y dejaba ver su ominosa anatomía y partió sin emitir una sola palabra. Me dejó allí, sumido entre mi desnudez y mi esperanza convertida en tristeza y fue en ese momento que mi vida quedó atornillada ante una triste ilusión que jamás volvería a acariciarme.
No sé qué fue lo que pasó. Yo creí que mi relación era ejemplar, de esas que ya no existen o que están en peligro de extinción. Llevaba cuatro años con ella y aún todas las noches nos despedíamos con la misma atención y el mismo amor que cuando éramos un par de ciegos admirando nuestra perfección. Cada maldito día me deslumbró su rutilante sonrisa. Amaba cómo se pulía la nuca cuando estaba nerviosa, admiraba cómo saludaba a la gente, su sencillez, su humildad y su sentido del humor que apapachaba hasta a la persona más deprimida ahogada en una gárgara de mezcal debajo de un puente. Amaba todo de ella; sus flatulencias y las carcajadas producto de ellas, su cabello enredado al despertar, su aliento necesitado de flúor, sus pijamas promotoras de la castidad, sus bellos en las piernas en épocas invernales, todo de ella, absolutamente todo de ella era perfecto porque dentro de cada uno de los detalles que la conformaban yo ya había estado ahí.
La fui a buscar a su casa, a su trabajo, a los lugares que frecuentaba cuando se sentía desesperada y sin rumbo alguno. Fui con sus amigos, sus compañeros de trabajo y hasta con las personas que vomitaban al escuchar su nombre. No la encontré, la última imagen que tuve de ella era deprimente. No podía entender que cuatro años invertidos en una persona se fueran por una puerta con tanta facilidad y sin dudar un sólo momento.
Hay veces en las que el amor se convierte en otra cosa que apabulla y aplasta cada punto sensible del cuerpo. Mis intestinos se hicieron flojos y anchos, mi corazón frío y diminuto, mi hígado rojo y doloroso, mis riñones inestables e ineptos, mis dientes cafés con ventanas negras que eran capaces de espantar hasta a una rata mezquina. Todo lo que fui se derrumbó y se partió en pequeños pedazos que lastimaban a todo aquel que se ofrecía a ayudarme.
Hoy recuerdo lo que sufrí por haberla amado tanto, por regalar cada parte de mi existencia como si tuviéramos vidas para desperdiciar. Hoy sé que pude volar y que el pretexto del amor cortó y aplacó cada uno de mis sueños. Hoy tengo la certeza de que cuatro años de una historia hermosa fueron la maldición para el resto de mi existencia. Estoy convencido de que ella no era el amor de mi vida porque incluso no puedo recordar su nombre. Mis ojos se quedaron secos como la última botella de mezcal que tomé hace dos noches. Mi corazón arrugado y atestado de neblina jamás se atrevió a bombear un miserable litro de sangre por y para ella o alguna otra. Soy tan feliz con esta roca que cargo en mi pecho que bendigo el día en que el amor se encargó de clausurar cualquier ilusión de volver a estar con alguien.
Hoy convivo con la imagen de un futuro gris pero sin sorpresas, predecible pero sin sufrimiento. Ella fue todo para mí y llegué al punto de quererla más que a mí mismo y fue ahí donde me extravié en un marasmo cargado de amargura.
Esta noche brindo por la soledad que abraza y no abandona. Bebo un vaso de whisky corriente que tenía guardado para una ocasión especial. Miro al cielo a través del marco podrido de mi ventana y vuelvo a llorar después de treinta largos años. Por lo pronto, siento que mi corazón volvió a vivir y no me queda más que abrazar a la botella que me acompañará toda la noche y que no se irá sin decir adiós.