¿A dónde van los muertos cuando recién dejan sus 21 gramos de alma entre la vida y el pavimento, entre la pintura y una escalera rota? Lo pregunto porque recientemente he tenido un puñado de experiencias que me hacen temer que morir no todo es resplandor y música celestial, recepciones maternales o jalones de mano entre nubes.
Quizá tenga ojos de perro y por eso, desde hace apenas unas horas, guardo la pena de verlos deambular buscando sus casas de toda la vida, trotando después de haber estado condenado por años a una silla de ruedas o hasta acariciando mujeres en los burdeles a pesar de haber nacido mancos.
Hay una suerte de desorientación fatal entre los muertos que irremediablemente veo, que según mi novísima experiencia, no se desprenden tan fácilmente de la vida. Auxilian a los heridos en las catástrofes más terribles y hasta se jactan con otros muertos de haber salido ilesos.
Los más tristes suelen ser los suicidas, porque se matan una y otra vez sin temor al dolor y a la condenación. Pero los más patéticos son los muertos acaudalados que han vendido el alma al diablo y corren de un lado a otro estrujando un papel atiborrado de endosos.
Por eso, insisto en preguntar, si alguien lo sabe, a dónde van los muertos recién fugados de la vida, porque comienzo a sentir como ligereza de cuerpo, un hueco en el pecho que me impulsa a caminar sin rumbo y como sin alma.